jueves, 29 de marzo de 2012


Mi Credo Político


Creo en el ser humano tal cual es, bueno y malo a vez.

Creo en la libertad para pensar, para decir, para escuchar, para creer, para tener, para vivir, para crear, para procrear, más allá de las ideas.

Creo en la búsqueda de la felicidad como fin de la vida y que lo que es felicidad es un asunto de cada cual.

Creo en el libre albedrío como herramienta para conseguirla.

Creo que estos son mis derechos.



Creo en el carácter gregario del hombre y en su natural propensión a vivir en sociedad, grupo, comuna, clan, en fin o como quiera llamarse.

Creo en la sociedad como escenario para buscar la felicidad, vivir, reproducirse y dejar huella.

Creo que lo que es bueno para el individuo, es bueno para la sociedad, pero no viceversa.

Creo que de existir algo como la “felicidad de la sociedad”, sería solo una percepción derivada de la felicidad de los individuos que la componen.

Creo que corresponde al individuo decidir como ser feliz, no a la sociedad.



Creo en los impuestos como forma de contribución del individuo a la sociedad, pero no la única.

Creo que cada individuo debe producir para satisfacerse y dar una parte para los fines de la sociedad.

Creo que los fines de la sociedad son los mismos del individuo, pero que conviene perseguir en común esfuerzo.

Creo en la solidaridad voluntaria del individuo para ayudar a otros a sobrevivir, valorarse, producir, satisfacerse, cooperar con la sociedad y ejercer sus derechos.

Creo que estos son mis deberes.



Creo en la necesidad del Estado como representante de la sociedad, pero no para sustituirla.

Creo que el fin del Estado es asegurar la libertad y la igualdad de derechos y deberes de los individuos.

Creo en la democracia, en la libertad de expresión, en la separación de poderes, en la alternabilidad y en el respeto de las minorías.

Creo en las elecciones libres y transparentes para elegir a los administradores, siempre temporales y prescindibles.

Creo que el Estado no tiene derechos, solo deberes que deben estar limitados y escritos en la ley.



Creo en un hombre libre en una sociedad de iguales.

Creo solo en la igualdad en cuanto a derechos y deberes, y en la libertad de cada individuo para ser distinto y único.

Creo en esta igualdad sin importar raza, sexo, religión, edad,..bla, bla, bla, pero creo en la libertad para elegir a mis amigos.

Creo que todo intento para “igualar” a los hombres es sometimiento y usurpación de su libertad.

Creo que es deber del Estado hacer que todo esto se cumpla.



Creo en la libre empresa, en el libre comercio y en la libre competencia.

Creo en la maximización de la riqueza individual como único medio para maximizar la riqueza colectiva y así preservar la especie y su hábitat.

Creo que el mercado es la expresión económica de la libertad de los individuos en sociedad y el resultado del ejercicio de sus derechos y deberes.

Creo que burlar al mercado equivale a burlar los derechos y deberes de cada uno de los individuos,

Creo que es deber del individuo exigir al Estado hacer que esto se cumpla.



Artículos   publicados por Wolfgang U. Molina en El Universal:

sábado, 3 de marzo de 2012

Grabado alegorico de  lo ocurrido en la guaira el 2 de Marzo de 1743

2 de Marzo de 1743.

Una página gloriosa de la historia vedada.
Por Wolfgang U. Molina (*)

La independencia creo un sentimiento de novedad que hizo creer que el país nació en ese momento. Un sentimiento desacertado que relegó el periodo colonial a la desatención de los historiadores y casi al menosprecio. Salvo contadísimos acontecimientos, generalmente presentados deleznablemente como referencias a la época precolombina, el período de los Welzers, las aburridas cronologías de la fundación de ciudades, las mitificadas resistencias indígenas, las siempre reprimidas revueltas de negros y uno que otro dato inconexo del comercio con la metrópoli, la historia de Venezuela parece comenzar el año diez del siglo diez y nueve, con aquella devastadora guerra civil que llamamos de independencia

Probablemente por ello han quedado casi en el olvido eventos históricos trascendentes como la espectacular victoria obtenida por los venezolanos sobre la Royal Navy en las propias costas de La Guaira un día como hoy hace 265 años. Este acontecimiento trascendental para el devenir de Venezuela ha sido prácticamente borrado de nuestra historia, conjuntamente con casi todo lo ocurrido en el país antes de la declaración de independencia. Gracias a la valentía de los venezolanos de entonces, hoy somos lo que somos.

Los antecedentes. Victimas, ya sea de piratas, filibusteros, corsarios o de una armada organizada, generalmente inglesa, Caracas y en particular, La Guaira, habían sufrido desde su fundación, despiadados ataques que precedían saqueos, muerte y destrucción para muchos venezolanos: 1595, 1642, 1680 y 1696 son los años de las incursiones más recordadas por su crueldad y ensañamiento. Pero el siglo 18 sería diferente. Casi conjuntamente con la ascensión de Felipe V, un rey más bien gris si se lo compara con los grandes del siglo de oro, Carlos V y Felipe II, las cosas empiezan a cambiar para bien en Venezuela. En 1703, La Guaira es atacada por 500 piratas holandeses que lograron desembarcar, pero que fueron rechazados por el pueblo. En 1735, llegan pesadas piezas de artillería que son emplazadas en baluartes acomodados en tres círculos defensivos concéntricos, apoyados con el tradicional mecanismo de alerta, que consistía en una seguidilla de salvas de cañón a lo largo de la cadena de fortificaciones que vigilaban el camino hasta Caracas. El 22 de octubre de 1739, la nueva defensa de La Guaira tuvo su bautizo de fuego, cuando el capitán inglés Waterhouse se acercó con tres grandes navíos al puerto, haciendo saludos con banderas españolas y queriendo engañar a la guarnición. Se les contestó con cerrado fuego de cañones, haciéndolos huir precipitadamente después de sufrir graves daños. La nave Capitana debió cortar amarras, dejando un ancla que se guardó en La Guaira como trofeo.

Los hechos. Al amanecer de aquel sábado, se divisó desde la Atalaya del Zamuro, el velamen de los primeros navíos de la escuadra británica comandada por el Comodoro Charles Knowles, que venía por el Levante con la intención de tomar posesión de esta estratégica provincia del imperio español, que en términos prácticos, era la más cercana de la metrópoli gracias a los vientos alisios y la corriente ecuatorial. Aquella mañana, dos descargas seguidas del Baluarte La Caleta en La Guaira fueron escuchadas y repetidas en forma consecutiva, por la Atalaya San Miguel del Príncipe, el castillo Caracas en la Puerta de La Guaira, los baluartes El Peñón, Maiquetía, Torrequemada, El Salto, La Venta, La Cumbre, El Castillito, Cruz de Campoalegre, hasta oírse la noticia, en cuestión de minutos, en la Puerta de Caracas, cerca de donde estaba estacionada la guarnición. Tradicionalmente, se daba luego un cañonazo por cada navío de la flota atacante. Lo que siguió después fue un sordo cañoneo que no dejó dudas de la magnitud de la fuerza atacante.

Durante la mañana, mientras se esperaban refuerzos de Caracas, la guarnición de La Guaira tomaba posiciones, alistaba sus 94 cañones y se ponían alerta los 216 artilleros que los operaban. Al frente, la escuadra británica compuesta de 19 embarcaciones y más de mil combatientes. Esta vez sin pretendidos engaños, maniobraba para anclarse y tomar posiciones de ataque. Desde la media mañana empezó un intercambio de descargas de artillería para medir alcances, en el que el comandante de la plaza, Don Mateo Gual y Pueyo[i], se cuidó de mostrar el poder de sus baterías de mayor calibre. Solo después de pasado el medio día se desató un violento ataque sobre tierra firme proveniente de los siete navíos mayores, que se alinearon con su banda de estribor hacia el puerto; dos de ellos, La Capitana y La Almiranta, de 70 cañones cada uno, acompañados por otras 5 fragatas de 50 cañones. El nutrido fuego del enemigo, que se componía de balas de diferente calibre, bombas comunes, incendiarias y granadas, comenzó a hacer estragos en las edificaciones y murallas con las que La Guaira contaba para la época. La gente se ponía a resguardo como podía, mientras se respondía con disparos de artillería que no permitían a los británicos acercase a la costa, ni disparar de mejor posición. A pesar de la desventaja en cuanto al poder fuego, los venezolanos se valieron de la ventaja de disparar desde terreno firme, con mejor puntería que los ingleses que lo hacían desde navíos perturbados por el oleaje y el estremecimiento de los cañonazos.

Después de cuatro horas de intenso bombardeo, fue alcanzado el Baluarte de San Jerónimo en el cerro El Colorado, el más cercano al puerto. Sus destrozos fueron mayores y al comenzar a incendiarse sus cañones se silenciaron. Asimismo, fue alcanzada una casa situada a las afueras del poblado, que servía de polvorín. En ese momento crucial de la batalla, se conoció de la bravura de los guaireños que lograron recuperar los pertrechos de artillería del primero y poner a salvo los 100 quintales de pólvora que se encontraban en la segunda. Los británicos tampoco estaban indemnes. La Almiranta, blanco preferido de nuestros artilleros, era escenario de muerte y destrozos. Knowles debió ordenar una retirada precipitada minutos después de resultar herido haciendo cortar los cables de las anclas que mantenían la nave en formación de ataque. La nave insignia estaba tan dañada y con su poder de fuego tan mermado, que después de una maniobra desesperada de escape, se la vio navegando escorada a babor hasta la retaguardia. La acción valiente de los defensores permitió, tiempo después, reanudar el fuego desde San Jerónimo y poner a resguardo del incendio la mayor parte de la munición del baluarte, lo que desmoralizó a los británicos que contaban con una victoria rápida. Después de la huida de La Almiranta, otras dos fragatas debieron abandonar la línea de combate para refugiarse, conjuntamente con los navíos de apoyo, fuera del alcance de nuestra artillería. Los restantes cuatro navíos ingleses de la formación de ataque, La Capitana y otras tres fragatas, lograron resistir hasta las siete y media de la noche. Uno tras otro, fueron cortando aparatosamente sus amarras y cables, para ir rápidamente a anclarse mar afuera, bajo una descarga inmisericorde desde la costa.

Durante el ataque Mateo Gual coordinaba las operaciones visitando los baluartes y girando instrucciones diligentemente. Tan fuerte e incesante fue el intercambio de artillería, que Gual mandó buscar 30 frazadas que estaban en los almacenes del puerto y ordenó empaparlas para cubrir los cañones y así enfriarlos y evitar que reventaran. Después de disparar más de nueve mil cañonazos sobre La Guaira y sus cuatro mil almas, los ingleses no habían conseguido nada. La defensa no permitió que los atacantes se acercaran lo suficiente para dar más efectividad a sus disparos. Sin duda la devastación en el poblado era mucha. Por doquier casas demolidas y edificios dañados, en particular, la vieja y hermosa Iglesia parroquial de San Pedro, situada en el centro del pueblo, de tres naves con coro, campanario, sacristía y su fachada de dos torres dando al mar. Ahí se veneraba una imagen del Cristo que no sufrió daño alguno, lo que los fieles interpretaron como un milagro. Esa noche, en todo, el parte contaba tan solo cuatro muertos y nueve heridos. Pero Gual no cantó victoria. Sabía que Knowles buscaría desquitarse el día siguiente, así que ordenó reforzar los parapetos de las baterías con fajinas hechas de troncos y ramas gruesas.

Mientras en Caracas, había gran agitación y zozobra por la acechanza de los corsarios. El gobernador Don Pedro Zuloaga[ii][iii], acopió desde temprano a diez compañías de milicias y partió inmediatamente a La Guaira para hacer frente a la amenaza. Marchó con ellos como oficial voluntario, en joven Juan Vicente Bolívar de 17 años, de quien 40 años más tarde nacería Simón Bolívar. Zuloaga no sabía de la heroica defensa de los guaireños y temía tener que interceptar, en su marcha a Caracas, a la avanzada de las tropas británicas de desembarco, solo retrasadas por el saqueo de La Guaira, pero reforzadas con las armas de la plaza. Lo intrincado del camino, que era en si mismo una reputada defensa natural de la capital, jugaba en contra de los esfuerzos por adelantarse a cerrarle el camino a los invasores. Zuloaga no pudo llegar a la costa sino hasta las tres de mañana del domingo 3. Desconocedor de la situación real, apostó cuatro compañías en Maiquetía para resguardar el acceso al Camino Real y cuidar su retirada, y marchó con seis a La Guaira. Gran alivio y regocijo tuvo al conocer del propio Gual la situación. Ambos pasaron revista a todas las fortalezas de la plaza y dictaron órdenes para la defensa del día que levantaba. Al amanecer, Zuloaga pudo ver por si mismo la magnitud de la escuadra inglesa anclada fuera del alcance de los cañones. Los catalejos permitían apreciar los severos daños sufridos por los ingleses durante el sábado y en particular, por La Capitana. Mientras se adelantaba una febril actividad de reparación, se apreció el entierro de los muertos en el mar siguiendo la tradición de atarles lastre en los pies. Gual envió una canoa con marineros para que hundieran las boyas de los cables de ancla que los ingleses habían dejado para marcar sus posiciones de ataque. Haciendo esto, encontraron abandonadas cuatro embarcaciones menores con pertrechos, evidenciando lo que pudo ser un intento furtivo de desembarco de tropas durante la noche, en un punto medio entre La Guaira y la entrada al Camino Real. La intención de Knowles no es conocida. ¿Pretendía conformar un frente en tierra para debilitar las fortificaciones de la plaza? o ¿proteger la marcha de sus tropas hacia Caracas? No se sabe nada de su intención, ni de las razones que le hicieron abortar la operación.

El domingo habría de transcurrir en tensa calma. No obstante, en Caracas ante la ausencia de noticias oficiales, la situación era muy diferente. Probablemente, la noticia del eventual intento de desembarco llegó deformada a la ciudad y rápidamente una ola de rumores que daban como cierta la invasión, corrió atemorizando a sus treinta mil habitantes. Informado del pánico que se apoderó de los caraqueños y viendo a Gual en control de la situación, Zuloaga marchó a Caracas el lunes 4 para desmentir las noticias y dar tranquilidad.

A las tres de la tarde de ese día, la escuadra comenzó a maniobrar de nuevo para entrar en batalla. Knowles ordenó a sus navíos menores y más maniobrables, acercarse a la costa y abrir fuego, lo cual hicieron desde las cinco de la tarde y durante toda la noche. El cañoneo duró hasta las siete de la mañana del martes 5, pero los daños a la plaza, una vez más, fueron menores y sin consecuencias. Esta acción inocua y sin sentido aparente de los británicos tenía el objetivo de distraer a las fuerzas venezolanas mientras trataban de capturar como botín a tres fragatas comerciales y su carga, que el mismo Knowles se había deliberadamente abstenido de atacar con su artillería y que por esos días, desarrollaban sus faenas de carga y descarga en el puerto cuando fueron sorprendidas por la llegada de la escuadra inglesa.

A mediados del siglo 18, La Guaira no era el puerto que hoy conocemos. En realidad no era un puerto. Puerto Cabello habría merecido mejor ese título. Inicialmente fue Caraballeda el fondeadero preferido del litoral. Solo después de 1589, La Guaira centraliza las comunicaciones marítimas de Caracas. Se trataba más bien de un caserío amurallado, defendido por una decena de baluartes internos y externos. Los barcos anclaban a corta distancia de la costa en una ensenada al este del poblado y eran descargados por caleteros que trasegaban la carga a canoas y otras embarcaciones de poco calado, que su vez descargaban en un muelle precario cerca de donde mas tarde se construyera el edificio la Compañía Guipuzcoana. Sin embargo, el propio sábado en la mañana, con el fin de proteger de los ingleses los tres navíos mercantes, estos fueron arrimados al Baluarte de La Caleta, el más cercano al apostadero, anclándolos y utilizando además, amarras secretas y difíciles de detectar, al tiempo que llevaban a tierra la tripulación, las velas y el timón. A las seis de la tarde Knowles ordena reanudar el fuego y después de media noche, envía sus marinos y soldados a capturar las tres fragatas y en su defecto, quemarlas. Los ingleses después de soltar las amarras de la primera, no hayan como moverla. Por su actividad son detectados hacia las tres de mañana y reciben desde La Caleta, denso fuego de fusiles y artillería menor. No lo intentarán con las otras dos, pues Gual hace enviar canoas con soldados para hacerles frente y huyen abandonando armas y medios para quemar las fragatas. Los ingleses mantuvieron, no obstante, fuego de distracción hasta la mañana para proteger su retirada.

La escena de la batalla quedó de nuevo en silencio hasta las seis de la tarde del martes 5 de marzo, cuando al igual que la tarde del lunes los navíos menores abren fuego defensivo, mientras la escuadra prepara su retirada definitiva. No había ya nada que hacer. Con sus fuerzas menguadas y el elemento sorpresa perdido, Knowles ordena la madrugada del miércoles 6, zarpar hacia Curazao. La Almiranta y otras dos fragatas, que fueron las primeras en abandonar el combate, hicieron velas primero para no quedar rezagadas. Al romper el alba, las siguió La Capitana y luego un navío tras otro, navegando muy lentamente a la velocidad del más lento. Los navíos menores, únicos en abrir fuego durante las dos noches anteriores, cubrieron la retirada y fueron los últimos en abandonar el sitio. En los días siguientes se llegaron a contar sobre las playas hasta 22 cuerpos que perdieron el lastre y reflotaron, trágicos y mudos testigos de la derrota de la fuerza expedicionaria.

Knowles, no era un corsario más. Era un militar de carrera al mando de una flota organizada y actuando según órdenes de la corona británica. Sin embargo, esta derrota no le impidió continuar con éxito una carrera militar que lo convertiría en Almirante y primero de una extirpe de pro hombres británicos. Fue gobernador de Louisbourg, Nueva Escocia y posteriormente, de Jamaica. Por su parte, Gual quien era un capitán más de los llegados de España dos años antes con otros 300 soldados del “Regimiento de Victoria”, ganó enorme prestigio. Al año siguiente fue ascendido a teniente coronel y se casó con Josefa Inés Curbello, de cuya unión nacería Manuel Gual quien años más tarde impulsara un movimiento independentista con José María España. Se le encargó de revisar y planear la fortificación de otras plazas en Venezuela y en el Caribe. Llegó al grado de Coronel y como Knowles, fue ocupó el cargo de gobernador. Cumaná y otras provincias estuvieron bajo su administración. En segundas nupcias caso con Ma. Teresa Sucre, tía de Antonio José de Sucre. Se cree que murió en Puerto Cabello, justamente el mismo año que Knowles.

¿Alguna moraleja? La tragedia de la Armada Invencible marcó la decadencia de España como potencia mundial y el surgimiento de una Inglaterra menos filibustera y de más ambición imperial. La debilidad de aquella se selló en la Batalla de Trafalgar, y consolidó a ésta como primera potencia indiscutible. La victoria de 1743 fue clave para deshilacharles a los ingleses sus sueños de dominación sobre Venezuela, conformándose estos con la toma de Trinidad y de las Guayanas. Estas ambiciones expansionistas y de dominación no impidieron que muchos de nuestros prohombres de finales del siglo 18 y comienzos del 19 lisonjearan a Inglaterra y su civilización, procurando formar alianza con ella para provocar una guerra innecesaria contra nosotros mismos.

En el período que siguió hasta 1812, los venezolanos prosperaron en relativa paz, seguros de las asechanzas británicas por su capacidad militar y su valor, y alejados de los tormentos de la guerra y de la inestabilidad política reinante en Europa. Muchos inmigrantes, voluntarios y forzados, llegaron para establecerse en esta tierra, no para predar un gran imperio precolombino, sino para crear riqueza con su trabajo. En ese año, además de un premonitorio terremoto que siembra muerte y destrucción, La Guaira queda desprotegida cuando Urdaneta toma su artillería de montaña para atacar a Puerto Cabello. Este es el estigma que indica que en lo sucesivo el enemigo es interno. Las potencias ya no tendrán que arriesgarse a morir para dominarnos. Nos venderán sus armas para entre matarnos y se las pagaremos desangrando la hacienda pública, creando miseria y atraso; todo para apurar un proceso inevitable, la independencia. En los años que seguirán, las hazañas militares no serán contra una potencia extranjera. Nos vanagloriaremos de sangrientas y devastadoras guerras entre hermanos. Las epopeyas llenarán las páginas de la historia y encubrirán la violenta barbarie que hizo morir o emigrar a una tercera parte de los venezolanos.

Officer on the Burford, Journal of the expedition to La Guira and Porto Cavellos in the West Indias, Robinson, London, 1744.


[i] En algunos textos llamado Matheo Gual y Pelayo

[ii] [iii] En algunos textos llamado Gabriel de Zulouaga, Gobernador entre 1737 y 1747